El alférez de navío y buzo profesional Requena, Jota, como lo llaman sus compañeros de la Armada, ha tenido una vida plena y llena de experiencias enriquecedoras de las que ahora, a sus sesenta y cuatro años, se enorgullece sin atisbo de duda, pero aún y así se emociona al recordar sus orígenes “humildes, aunque honestos”, según sus propias palabras.
Y es que Juan Requena, oriundo del Ferrol, no tuvo una infancia precisamente fácil. Hijo de un carpintero de ribera cartagenero que tuvo que escapar de su ciudad natal por culpa de sus tendencias políticas izquierdistas y de una asistenta doméstica, gallega de pura cepa, tanto él como sus tres hermanos mayores tuvieron que aprender a buscarse la vida desde muy pequeñitos para poder sobrevivir en una postguerra cruel. Juan tenía una voz bonita, “como un ángel”, decían, y sus hermanos lo obligaron a meterse en el coro de la Factoría de Construcción de Barcos porque con cada actuación como cantante solista se ganaba cinco duros, “y aunque a mí me daba muchísima vergüenza, porque era muy tímido, veinticinco pesetas eran una verdadera fortuna en aquella época, y más en una casa donde la comida escaseaba, así que iba y cantaba”, recuerda con cierta tristeza.
Pasaron los años y Juan, que debido a su naturaleza inquieta y curiosa había abandonado los estudios con poco más de trece años, trabajaba ahora en lo que le iba saliendo al paso: botones, ayudante de carpintero y hasta artesano de calzado. Sin embargo, un día, el primogénito de los Requena, ocho años mayor que él, que se había reenganchado en el ejército después de haber terminado el servicio militar obligatorio y que por aquel entonces era ya amanuense en el Azor, el yate de recreo del general Franco, lo convenció para que se alistase en la Marina como habían hecho sus tres hermanos mayores. Así que con apenas dieciocho primaveras, Juan se presentó también como marinero voluntario y fue así como comenzó una carrera militar que dura ya cuarenta y seis años.
Comenzó su instrucción en Cádiz, donde alcanzó la graduación de cabo, para más tarde trasladarse al Ferrol y continuar con su formación en un destructor durante dos años más. Tras ese periodo ascendió a cabo primero y fue entonces cuando uno de sus hermanos lo animó a que se reuniera con él en la Unidad de Buceo. “A mí siempre me había gustado bucear”, cuenta Requena, “tanto, que desde que era un crío me encantaba zambullirme para recuperar los objetos que caían en el fondo marino a tres o cuatro metros de profundidad, y hasta recuerdo haberme llevado alguna paliza de mi padre por hacer novillos en la escuela para irme a la playa, así que decidí hacer caso a mi hermano y en el año 71 me presenté a las pruebas de acceso de la Escuela de Buceo de Cartagena, también llamada C.D.A”.
Las pruebas para pasar a formar parte del cuerpo de elite de los buzos profesionales de la Armada no eran por aquel entonces nada fáciles y el cabo primero Requena tuvo que permanecer sumergido en apnea durante todo un minuto, descender en picado a cinco metros de profundidad, nadar cuatrocientos metros a braza en un periodo de tiempo limitado, bucear otros dieciocho metros en horizontal€ Y esas sólo fueron las pruebas en el agua. Además, en tierra tenía que saltar un metro y veinte centímetros de altura y rebasar los cuatro metros en salto de longitud, “y creo recordar que también hice un test psicotécnico”, rememora.
Superado el examen de ingreso a la C.D.A. Requena temió que fueran los sanitarios los que lo rechazaran durante la revisión médica a la que se sometían los aspirantes antes de comenzar su periodo de instrucción, ya que tenía una malformación congénita que podía pasarle factura durante las inmersiones a gran profundidad: le faltaba una capa de la piel. Sin embargo, nadie pareció percatarse de su anomalía y el aprendiz de buzo accedió por fin a la escuela para profesionales. “Las instalaciones eran aún muy nuevecitas y después de haber experimentado tantas penurias en el pasado, a mí aquello me pareció un hotel de lujo”, bromea el buzo.
Y sin embargo, lo peor estaba aún por llegar€
“El periodo de instrucción fue, con diferencia, lo más duro que he tenido que pasar como buzo profesional de la Armada”, asegura este hombre concienzudo y tenaz. Como en la taquillera producción estadounidense, Hombres de Honor, que salvo por algunos aspectos obvios parece una recreación de la vida del propio Requena, durante aquel tiempo de formación, los aspirantes a buzo eran sometidos a todo tipo de pruebas eliminatorias en las que llegaban incluso a jugarse la vida. La instrucción era variada, desde recogida del equipo a diez metros de profundidad, hasta largos recorridos con cambios de rumbo en inmersiones diurnas o nocturnas, por poner algún ejemplo. “Pero lo más duro y sin duda peligroso eran los escapes libres a treinta metros”, recuerda el alférez, “en ellos teníamos que aprender a controlar los ataques de pánico, que son el mayor enemigo de un buzo profesional, si no queríamos salir malparados”. Cuenta Requena que, para asegurarse de que todo fuera bien y no se produjeran accidentes, durante esta prueba había siempre un instructor cada cinco metros de profundidad que comprobaba que los aspirantes soltaran el aire correctamente y, en caso de no hacerlo, los golpeaba en el estómago para obligarlos a exhalar. “Y a pesar de todo, algunos perdían la vida en esta prueba”, se lamenta Requena, “por eso pocos años después la suprimieron de la instrucción”.
Por aquel entonces, a los buzos profesionales de la Armada se les obligaba aún a realizar prácticas para experimentar la profesión a la antigua usanza, como habían tenido que ejercerla sus predecesores, esto es, realizando inmersiones con la escafandra clásica, un equipo que al completo, es decir, escafandra, casco, botas plomadas y pesos extra o “escapularios”, como se conocen estos discos de plomo en la jerga profesional, pesaba alrededor de los 90 krgs. “Para alguna prueba concreta, los instructores más “hueso” nos obligaban a nadar en superficie llevando la escafandra clásica”, rememora este buzo veterano, “yo mismo tuve que hacerlo para mi examen de sargento, y fue una verdadera tortura desplazarme con un equipo que pesaba casi quince kilos más que yo, pero le eché coraje y lo conseguí”.
El por entonces ya sargento Requena permaneció en la Escuela de Buceo de Cartagena como ayudante de instructor durante cuatro años más, y en ese tiempo realizó también el curso de averías, el de aptitud y el de especialidad, dirigidos todos ellos a ir adquiriendo más y más experiencia y conocimientos sobre su comprometida profesión, que requería por aquellos días de una formación rigurosa. Mientras tanto, sus tareas como profesional eran también muchas y muy diversas: rescate de náufragos, corte y soldadura submarina, salvamento, construcciones hidráulicas, reconocimiento de playa, reparaciones subacuáticas y un largo etcétera que todavía hoy forma parte del trabajo de los buzos de la Armada, “aunque algunas competencias, como por ejemplo el rescate de ahogados, han pasado a la Guardia Civil o a los bomberos”, explica.
A lo largo de más de cuarenta y dos años en activo, Juan Requena llevó a buen término todo tipo de misiones, tanto en territorio nacional como internacional, entre ellas, realizar trabajos de soldadura en una central nuclear, es decir, en aguas radioactivas, o llevar a cabo el rescate de los supervivientes de un naufragio que habían quedado atrapados, aún con vida, en una bolsa de aire a un puñado de metros bajo la superficie del mar, por poner tan sólo algún ejemplo de las muchas y muy complicadas tareas que se le encomendaba, en ocasiones a setenta u ochenta metros de profundidad. Y no hay que olvidar que todas ellas las desempeñaba en condiciones penosas, a veces sin apenas visibilidad, de día o de noche y pasando mucho frío siempre, “porque ni siquiera el aislamiento de los trajes modernos evitan la hipotermia cuando se está metido en el agua durante mucho tiempo”, confiesa el buzo. Pero el coraje y el tesón, además de una buena preparación física, son, según este profesional de las profundidades marinas, los requisitos imprescindibles para llegar a ser un buen buzo. “Aunque sintiéramos miedo, sabíamos cuáles eran nuestras limitaciones y jamás nos dejábamos llevar por el pánico, porque eso podía costarnos la vida”, afirma, “así que lo más importante era saber mantener la calma”.
Si se le pregunta a Requena, no obstante, sobre las secuelas físicas de trabajar a gran profundidad durante tanto tiempo, el buzo se encoge de hombros y sonríe. “Evidentemente es una profesión de alto riesgo”, reconoce, “y aunque las medidas de seguridad se han ido extremando con el paso de los años, yo mismo me he llevado unos cuantos sobresaltos y, por ejemplo, he tenido varias perforaciones de tímpano, por culpa de las cuales incluso me recomendaron no volver a sumergirme, pero soy un enamorado de mi profesión, y me esforzaba por seguir adelante a cualquier precio”.
Hace unos pocos años, tras haber recibido unas cuantas medallas al valor y al mérito, entre otras, y haber servido a su patria durante casi medio siglo, Juan Requena fue ascendido a oficial y pasó a la reserva de la Marina. Y a pesar de ello, a pesar de que ya no está en activo, este superviviente a punto ya de jubilarse sigue teniendo el respeto y la admiración de compañeros y superiores dentro de la Armada Española. Al fin y al cabo, lo que nadie es capaz de poner en duda es que Juan Requena es un hombre con agallas.
fuente las provincias