*Aunque existen prejuicios a la hora de decantarse por un pescado de granja marina en lugar de uno procedente de la pesca tradicional, lo cierto es que no hay que descartar estos productos, que pueden ofrecer muchas ventajas.
En un país tan ictiófago como el nuestro, solamente superado por Japón en su pasión devoradora de peces, ha costado trabajo y todavía choca con muchos recelos la normalización en el mercado del pescado de crianza, alimentos del mar que no son capturados en estado salvaje y libre sino criados en recintos acotados donde crecen y maduran hasta llegar a la edad óptima para su consumo humano. Y, sin embargo, precisamente por la alta demanda que pescados y mariscos tienen entre nosotros, convendría que nos acostumbráramos ya a considerarlos como una parte imprescindible de nuestra oferta gastronómica. Los mares están agotando sus reservas, sobre todo las especies más solicitadas y, aunque la pesca –cada vez más sujeta a crisis, limitaciones, paradas y moratorias- pueda continuar surtiendo algunos mostradores de lujo, solo el cultivo de los peces marítimos y fluviales en algún tipo de granjas acuáticas podrá garantizar a la mayoría el consumo de pescado.
Tradiciones milenarias
Así como en el capítulo de carnes nadie concebiría alimentarse exclusivamente de la caza y desde hace muchos siglos la humanidad viene criando animales para su consumo, algo parecido tiene que ocurrir en la fauna marina y fluvial. Es más, en muchos países y en determinadas especies, el cultivo de peces y mariscos es una actividad que tiene siglos de tradición. La acuicultura no es un invento moderno sino que, en países de Asia como China, Indochina o Japón, se crían peces en los estanques y lagunas desde hace milenios, y más próximos a nosotros, los romanos criaban en esteros y reservas marinas anguilas, lampreas y ostras. En los monasterios medievales había criaderos de truchas, y la producción de bivalvos (ostras, mejillones, y otras especies) tiene remotos antecedentes en las rías gallegas y en las costas del Suroeste atlántico francés.
Acuicultura en España
Los cultivos de mejillón en las rías gallegas, el de la trucha arcoiris en numerosos ríos de la cuenca del Duero o del Ebro y la actividad de crianza en los esteros de la bahía de Cádiz son las tradiciones pioneras de la acuicultura española desde los años cuarenta de la pasada centuria. Las piscifactorías dedicadas a la dorada y la lubina, de manera preferente, a lo largo del litoral mediterráneo desde la Costa Brava hasta el cabo de Palos, y también en las islas Canarias; la irrupción de las granjas dedicadas al rodaballo en Galicia y el litoral cantábrico, y la sistemática explotación truchera en las factorías fluviales de casi todas las cuencas peninsulares han dado un impulso decisivo a la acuicultura española hasta situarla a la cabeza de la Unión Europea, superando a Italia y Grecia. La extensión y el accidentado relieve de nuestras costas, lo variado y bonancible de nuestro clima y la diversidad de nuestra fauna marina juegan a nuestro favor, aunque todavía pesa como una rémora la escasa capitalización del sector, su excesiva parcelación en pequeñas unidades productivas de carácter familiar y el peso hegemónico del sector marisquero, en especial del mejillón de las rías gallegas, muy artesanal y poco tecnificado en su conjunto.
Un mercado reticente
Pero, como se apunta más arriba, el gran problema para una mayor expansión del sector estriba en la conquista del mercado, sobre todo el interior, aún lastrada por ciertos prejuicios y recelos en segmentos importantes de los consumidores que, en lo que se refiere a los peces marinos vendidos frescos (que constituye la parte más importante de la producción no exportada), todavía los considera como un producto “artificial” frente al mitificado pescado “salvaje” capturado libre y natural en mar abierto. Además de que el llamado producto salvaje muchas veces no lo es tanto, sino importado de costas lejanas y conservado en frigoríficos durante días,el producto de criaderos tiene algunas claras ventajas para su consumo mayoritario: la regularidad y fiabilidad de su tamaño, que en el caso por ejemplo de la dorada puede variar entre 400 y 600 gramos, permitiendo cierta elección del cliente; la garantía de frescura, con rapidez inmediata en el suministro en menos de 24 horas; la perfecta trazabilidad en muchas de las empresas productoras gracias a la aplicación de las modernas tecnologías, y el mantenimiento de los precios estables durante toda la campaña sin oscilaciones debidas a la incidencia de fenómenos naturales o a las dificultades crecientes de la pesca.
La madre del cordero, sin embargo, es la discusión sobre las condiciones sápidas y de textura de los peces al llegar a la cocina. Sobre esto hay más literatura que estudio científico, y sin ánimo de investirse con un disfraz de especialista que no corresponde, se pueden apuntar solo un par de consideraciones. En primer lugar que depende mucho de la variedad de la que se hable y no es lo mismo discutir sobre la merluza o sobre el atún que referirse a la dorada o la lubina; y en segundo lugar, gracias a los avances logrados en la alimentación de las crías (la composición cada vez más natural y estudiada de los piensos), en la creación de microclimas en las aguas y en la reproducción de sus características de calidad y movimiento, se ha conseguido mejorar notablemente en muchas de las piscifactorías más dotadas los atributos sápidos y táctiles de sus piezas. Para seguir con el ejemplo de las doradas, en muchas de las de crianza se advierte durante todo el año una magnífica textura suave y esponjosa, mientras que en las llamadas salvajes solo es posible conseguirlas así en la temporada otoñal, siendo el resto del año seca y fibrosa. No obstante, no hay duda de que la diferencia seguirá existiendo y de que la excelencia y los atributos de la pesca salvaje en determinadas especies seguirán siendo inalcanzables para los peces de crianza; pero tampoco dudemos de que la mayoría de nosotros para comer pescado con frecuencia habremos de buscar el mejor producto de nuestras granjas del mar.